Terremoto

El periodista y el terremoto

Textos y Contextos
El periodista en la catástrofe y la conciencia del dolor en el Otro
Por: Miguel Alejandro Rivera
Hoy más que nunca lo importante es apoyar a quienes lo perdieron todo luego del sismo del 19 de septiembre que afectó a la Ciudad de México y a los estados de Morelos, Puebla, Guerrero, Chiapas y Oaxaca; sin embargo, es inevitable sentirse en conflicto uno mismo, con todos, con el mundo; replantear nuestro papel en la sociedad.
Luego de saber que decenas de edificios cayeron en la capital del país, cientos de personas acudieron a los lugares de desastre para apoyar con picos, palas, mazos o para alimentar a aquellos que golpe tras golpe intentaban abrir camino entre las ruinas con la esperanza de salvar algunas vidas. No importó la edad, no importó el estrato social, no importó más que saber que algo hacías para levantar a la ciudad del desastre.
De pronto a algunos se les ocurría sacar fotografías o video con el celular, incluso alguna selfie, y claro, quienes sudaban levantando piedras y rascando entre los escombros tachaban el acto como morboso e imprudente. ¿Entonces como periodista para qué sirves en esos momentos?
No es tiempo para el morbo, no hay cabida para el protagonismo; hoy incluso los periodistas, los fotógrafos, deben entender que su fuente es alguien que se tambalea entre la vida y la muerte y que si no levantan una piedra para rescatarlo, entonces su presencia ahí es inútil. Es momento de comprender que si no eres médico, arquitecto o rescatista profesional, te has convertido en una máquina de carga; lo que en ahora sirve es tu fuerza, tu ingenio, tu capacidad física, nada más.
Junto al edificio en ruinas en Bolívar y Chimalpopoca hay una escuela, la “Simón Bolívar”. Quedó en pie pero no salió ilesa: se ven muros descuadrados y escaleras de emergencia que apenas se sostienen de los pasillos; sin embargo, en el primer piso hay personas que sólo miran cómo decenas de seres humanos trabajan sobre las ruinas de una fábrica textil bajo la cual hay esperanza de vida.
Alguien lo nota, se sabe que la escuela podría colapsar también, y los más reacios a bajar son los fotógrafos de algunos medios de comunicación. La gente los observa desde abajo con disgusto: “pinches morbosos”, dice alguien por ahí. Personal de la delegación los invita a descender: “Es que estamos haciendo nuestro trabajo, déjenos trabajar. Ustedes están haciendo su trabajo, déjenos a nosotros hacer el nuestro”, dice uno de los fotógrafos, a lo que alguien le responde: “Mi trabajo no es levantar cascajo pero aquí estoy, deberían ayudar”.
¿Cómo ejercer el periodismo en un momento en el que el reportero sólo se limita a observar la lucha de la sociedad por rescatar a quienes se tambalean entre la vida y la muerte bajo las ruinas de un edificio?, ¿es entendible que la gente se moleste con fotógrafos y reporteros?, peor aún, ¿qué pasa cuando empresas como Televisa inflan el rumor de una sobreviviente sólo porque es una niña que enternece a la sociedad? Curiosamente, cuando la Marina afirmó que la mujer con vida bajo la escuela Enrique Rébsamen era una señora de intendencia, la cobertura del evento dejó de ser prioridad para la televisora.
En estos tiempos, ¿qué significa informar?, ¿es estar al pendiente de los nombres de los desaparecidos, el número de personas que posiblemente se encuentran bajo los escombros, las necesidades en las zonas de desastre, o se trata de estar expectante a la tragedia para publicarla?
Es cuando uno se pregunta: “si un ser querido o yo mismo fuera quien está bajo los escombros, ¿me gustaría que alguien estuviera alerta, con su cámara o su libreta para saber si salgo vivo o muerto?”. A mí no.
Y al final también se entiende que luego de 32 años, México se cimbra de nuevo y quedan las noches intranquilas para quienes aún sienten que se les mueve el piso, para los que cierran los ojos y ven escombros o cualquier sonido similar a la alerta sísmica les genera un pánico insoportable; pero hay Otros en el mundo a los cuales les destruyen sus hogares, viven “terremotos” de manera cotidiana, y ahí no es la Tierra, son otros hombres que deciden si se ha de derrumbar una ciudad, si miles de personas inocentes han de morir bajo los escombros.
Luego de luchar contra los estragos del sismo en México, debe queda la conciencia del dolor ajeno: ¿qué siente un niño palestino cada que Israel suelta una bomba? O los sirios, ¿cómo vivirán cada derrumbe que provoca un bombardeo de las potencias?, ¿qué se siente vivir siempre entre ruínas?
Ese dolor y sufrimiento que vivimos en la Ciudad de México, en Chiapas, en Oaxaca, en Puebla y en Morelos este septiembre negro, debiera dejarnos marcado en la conciencia de que mucho en este mundo está mal; esa camaradería que mostró el pueblo mexicano ya debiera ser costumbre con el vecino, con los más necesitados, con los connacionales, con el mundo y con todos.

El averno de los escombros, ¿cómo vivir en paz después del terremoto?

El averno de los escombros, ¿cómo vivir en paz después del terremoto?
Por: Miguel Alejandro Rivera

— ¡¿Hay alguien ahí?!… ¡¿Hay alguien ahí?!… ¡Eh, silencio todos para poder escuchar!… ¡¿Si no puedes gritar por favor pega?!…— dice alguien ante un agujero entre los escombros en las calles de Bolívar y Chimalpopoca, en la zona Centro de la Ciudad… “Pum”.
— Oye, se siente que pegan, sí se siente que pegan, esta columna vibra, mira siente…
— ¡¿Cuántas personas hay ahí, pega las veces de personas que haya?!… … …— Pum, pum. —¡Hay dos… guarda la calma, respira tranquilo, te vamos a sacar!…
El pasado martes 19 de septiembre, fecha incómoda para los mexicanos, un sismo de 7.1 grados Richter sacudió la Ciudad de México y los estados de Morelos, Puebla, Oaxaca, Chiapas y Guerrero; sin embargo, esta vez, a diferencia del terremoto del 7 de septiembre, la capital del país fue la más afectada, como aquel 19 de septiembre pero de 1985.
Han pasado 32 años pero el recuerdo sigue ahí, intacto; por eso cuando por la radio, en las redes sociales de internet o en la televisión la gente se entera de que los edificios caen uno tras otro en la Ciudad de México, renacen las ganas, esa necesidad de correr y levantar los escombros con la esperanza de salvar a aquellos que no pudieron escapar.
Las zonas de desastre son impresionantes: piedra sobre piedra, sobre madera sobre basura, sobre telas, sobre más piedra y la gente que está cerca de los escombros se mira pequeñita; entonces uno piensa: “Carajo, ¿cuánto hay que quitar para llegar a una persona atrapada si los escombros son enormes?”.
Por eso todos saben que no hay tiempo que perder y a golpear las rocas, a picar piedra, levantar cascajo, luchar contra los escombros que se han convertido en el mayor enemigo de aquellos que corrieron pero no llegaron a la puerta; entonces uno vuelve a pensar: “¿Qué necesidad de vivir en edificios tan grandes, del culto a las ciudades, de apelmazarnos tanto en algunos lugares que tenemos que construir hacia arriba?, ¿Por qué hemos caído en la trampa de los edificios enormes que nos resguardan del viento, de la lluvia, atemperados con aire acondicionado para salvarnos del calor; construcciones monumentales que el día en que la tierra quiso acomodarse se convirtieron en la prisión de cientos de personas?”.
Golpe, tras golpe, tras golpe, tras golpe y nada: puros hoyos, puro polvo, puro cascajo y los voluntarios, rescatistas, paramédicos, junto con el Ejército, la Marina, la policía local y protección civil saben que se vienen días largos, pesados. Golpe, tras golpe, tras golpe y por fin se escuchan voces de entre los escombros, y los cientos de personas en la zona de desastre se encienden, y todos pegan con toda la energía recobrada por el hallazgo de vida, la adrenalina sube y los brazos adquieren poder: pum, pum, pum… “¡Rápido, una camilla!”… Y sale un sobreviviente, el júbilo es indescriptible: “¡Sí se puede, sí se puede!” gritan cientos de voces por un instante y paran, porque otra vez, hay que pegar de nuevo, hay que rascar de nuevo, vamos por otra vida.
Las manos duelen, los hombros apenas levantan el cascajo, las piernas flaquean, los ojos lloran, no por la tristeza, sino por el polvo que es insoportable: no es momento para dejarse llevar por el desánimo, ahora no, es tiempo de entender que si no eres médico, arquitecto o rescatista profesional, te has convertido en una máquina de carga; lo que en este momento sirve es tu fuerza, tu ingenio, tu capacidad física, nada más.
No falta a quien se le ocurre tomar fotografías, video, hasta una selfie justo en la zona de desastre, y claro, la gente se enoja, porque no es un lugar turístico, porque hay gente metiéndose en los escombros, arriesgando la vida para salvar otra que lleva horas extinguiéndose en la oscuridad de las ruinas. No es tiempo para el morbo, no hay cabida para el protagonismo; hoy incluso los periodistas, los fotógrafos, deben entender que su fuente es alguien que se tambalea entre la vida y la muerte y que si no levantan una piedra para rescatarlo, entonces su presencia ahí es inútil.
Entrar a los escombros es como entrar al averno y nadie que se asome a esa oscuridad sale ileso, porque ahora cada que cierras los ojos miras todo otra vez: las piedras apiladas sin regalar una salida, los golpes de la gente atrapada que anhela ver la luz una vez más, los cuerpos que salieron de ahí cubiertos por una sábana blanca porque no lograron resistir… Y sueñas con terremotos, y de pronto te mareas y sientes que tiembla de nuevo, y el corazón se destruye cuando sabes que hay personas que llevan horas en la penumbra, angustiadas, sedientas, pensando en que están a punto de morir. ¿Cómo vivir en paz cuando la tragedia del Otro ya penetró tan adentro, cómo seguir viviendo con esa marca en el espíritu?